Desde el suelo, se mira atónito las manos rojas. Sangra profusamente por el abdomen.
De pronto, también por el cuello.
Se presiona torpemente intentando detener las hemorragias, pero es inútil. De sus heridas nace un rápido sendero rojo que solo lleva a un lugar. Se asusta cuando sus ojos se velan. Emite un gemido sibilante, tiembla. Finalmente queda inmóvil y deja de ser un herido.
Justo delante, el hombre que sujeta el destornillador retrocede unos pasos para que la sangre no le manche los zapatos. Sonríe pensando que hubo idiotas que dijeron que la venganza no le devolvería la paz.